viernes, 13 de mayo de 2016

Adaptación cuento de los hermanos Grimm. Todas las pieles versión II

Había una vez un rey y una reina del reino de los prados, de la hierba y de los tréboles.
El rey se llamaba Escarabajo y tenía el pelo negro con reflejos verdes, como el escarabajo cuando luce su cuerpo bajo el sol. Se pasaba las horas leyendo y guardaba en una de sus cámaras secretas una colección de miles de perfumes, jabones y ungüentos, pues era muy presumido.
La reina Río organizaba el castillo y hacía las funciones del estado. Cabalgaba mejor que las Amazonas y, al menos para el rey, las superaba holgadamente en belleza. Su larga trenza dorada hacía las veces de enigmático objeto hipnótico y de látigo.
Los reyes pasaban las tardes paseando juntos bordeando la muralla del castillo- El rey recogía flores y le decía a su amada:
¡Oh mi reina, cuándo nuestro deseo de tener un hijo se hará realidad!

Tres veces tuvieron que ver los almendros florecer, hasta que la reina quedó embarazada y un día por fin dio a luz a una bebé.
Para celebrar el nacimiento de su hija, los reyes hicieron una fiesta en palacio y  regalaron a todo el reino manjares y flores. Dentro de una caja de madera guardaron tres objetos hechos del oro de las minas de los duendes del Reino de las Cumbres, que es el más resplandeciente que se puede encontrar.
Una flor, como su nombre
Una moneda de la buena suerte
Un anillo para que encuentre el amor
La caja la guardaron debajo de la almohada de su cuna, y después bajo la almohada de su cama. Y así pasó el tiempo. Edelweiss era feliz, compartía con sus padres los paseos, el aire puro del bosque, el bosque, el agua del rio y su amor.
Cuando cumplió quince años, un día se encontraba sentada en la hierba con un libro en su regazo. El sol brillaba, pero le pareció escuchar una tormenta. Pero no eran truenos, eran cascos de caballos. Un ejército de soldados rodeados de oscuras sombras se cernió sobre su vestido y sobre las páginas de su libro. En volandas, la cogieron y la llevaron al castillo.
Cuando llegaron, no quedaba nadie, las sombras lo habían devorado todo. La niña casi no se atrevió a preguntar:
-Majestad, no se su nombre, pero le suplico que me diga si mis padres también han sido engullidos por las sombras.
Tienes razón en una cosa sí en otra no. Es cierto que no tengo nombre, pero no he devorado con mi sombra a tus padres. Están encerrados en lo alto de la torre, pero mientras yo esté en la sombra, no volverás a verles. Ahora, prepárate, pues voy a casarme contigo.
La princesa se estremeció, la princesa estaba triste.
¿Qué le pasa a la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa.
Pues ha perdido la risa, ha perdido el color

(se puede continuar aquí mientras se cuenta la historia recitando algunos versos más de Rubén Darío, para meter poesía en un contexto y para hacer las veces de entremés)

Pero Edelweiss era tan lista como las flores que consiguen abrirse paso entre la nieve. Para retrasar la boda, fue a hablar con el Príncipe Sin Nombre y le pidió como regalo de boda un vestido tan reluciente como el sol, tan plateado como la luna y tan brillante como las estrellas.
Al cabo de unos meses, la princesa recibió sus vestidos.
Los preparativos de la boda se reanudaron. Entonces la princesa pidió un abrigo hecho de todas las pieles de animales como especies había en el planeta.
Un año entero tardó la princesa en recibir este regalo, y casi se había acostumbrado a no estar casada. Pero finalmente el príncipe le dijo que la boda no podía posponerse más.
Esa misma noche, la princesa hizo un hatillo y guardó la cajita de madera regalo de sus padres y sus vestidos. Se puso el abrigo de todas las pieles
y huyó.
El príncipe mandó a su guardia de sombra por todos los reinos.
Pero la princesa se ocultó en el bosque, y los árboles, los frutos y los animales fueron su cobijo.
Un día que la dormía en su mullido lecho de musgo, escuchó las voces de unos soldados. Tanto miedo pasó como aquella primera vez. Se ocultó en un pequeño agujero, pero los hombres mandaron a los perros y allí no tenía escapatoria. Cuando la apresaron, la princesa vio que iban vestidos de otra manera y que desde luego no eran soldados de sombra. Llevaban largas capas doradas y coronas de trigo trenzado en la frente. 
Así que vio una oportunidad para volver a vivir entre personas, y comenzó a maullar, a ladrar, a aullar… mientras rogaba por su vida. Con su piel sucia y su abrigo de pieles los hombres la tomaron por un animal, pero como no sabían exactamente cuál era, le llamaron Todas las pieles.
Le llevaron a su castillo y le dejaron con el cocinero, que desde hacía tiempo necesitaba un ayudante.
Entonces apareció el Rey Trigo. Parecía caminar con una montaña de ideas y buenos pensamientos a su espalda, que llevaba de una manera liviana y elegante.
La princesa se quedó deslumbrada, y el príncipe notó un temblor de estrella en su mirada.
Mandó entonces que la lavaran y la asearan.
El tiempo pasó. El príncipe estaba ocupado con las responsabilidades del reino y la princesa aprendía a cocinar los platos más deliciosos acompañados por el mejor pan del mundo.
Pero los consejeros del rey le presionaban con que tenía que buscar esposa, así que organizaron un baile para invitar a todas las damas del reino.
En la noche del baile, el príncipe se aburría. Todas las princesas iban de rosa y hablaban de cosas insignificantes. (recuerdo a Irene Labajo: Ser princesa no es un cuento)
La princesa pidió al cocinero si podía ir a recolectar los guisantes del huerto, pues era luna llena. Como era trabajadora, el chef le tenía en alta estima, así que le dejó. Ella así lo hizo, y bajo la luna en cuarto creciente, se puso el vestido dorado. Al entrar en el salón de baile, pareció más bella que todos los tesoros del mundo que sumergidos, centellean en el fondo del mar.
Enseguida el príncipe sacó a bailar a Todas las pieles, y no pararon en toda la noche.
El baile acabó y todos se retiraron. El príncipe quiso despedirse de la princesa, pero había desaparecido. 
Estaba quitándose el vestido, revolviéndose el pelo y tiznándose la cara con hollín del horno de leña.
Era costumbre que antes de dormir el rey tomara un caldo caliente que el mismo cocinero le subía a la habitación. Pero la princesa le enseñó los guisantes y le convenció para subirlo ella.
Cuando entró en los aposentos del rey, este leía al lado de la chimenea.
-Aquí tiene su caldo, Majestad.
-Hmmm, respondió el príncipe.
Así que Todas las pieles dejó el bol encima de un pequeño velador y se marchó.
Al tomarse el caldo, el rey notó algo extraño en el fondo. Brillaba y tintineaba en el plato. Al sacarlo, vio que era una moneda de oro.
Se quedó pensativo.
-Una noche mágica, pensó.

A la semana siguiente, el príncipe decretó otro baile, puesto que era la única manera de encontrarse con la misteriosa mujer con la que había bailado.
En la noche del segundo baile, la princesa pidió permiso para pelar los guisantes. Se dio mucha prisa y se puso, bajo la media luna, el vestido de plata y, al entrar en el salón de baile, todos los invitados se bañaron en la luz de la luna.
Durante toda la noche bailaron juntos. Pero cuando el sol despuntó y cantaron los primeros gallos, la princesa había desaparecido.
También en esta ocasión pidió subirle el caldo al rey. El cocinero dudó, pero le enseñó los guisantes y le convenció.
Cuando entró en los aposentos del rey, este leía otra vez al lado de la chimenea.
-Aquí tiene su caldo, Majestad.
-Hmmm, respondió el príncipe.
Así que Todas las pieles dejó el bol encima del pequeño velador y se marchó.
Al tomarse el caldo, el rey notó algo extraño en el fondo. Parecía crecer resplandeciente del plato. Al sacarlo, vio que era una pequeña flor de oro.
Se quedó pensativo.
-Otra noche mágica, pensó.

El príncipe decidió convocar el último baile dispuesto a que esta vez no se le escaparía la misteriosa mujer.
En la noche del tercer baile, la princesa pidió permiso para hervir los guisantes. Bajo la luna llena, se puso el vestido tan reluciente como las estrellas, y, al entrar en el salón de baile, pareció que una parte del cielo estrellado había bajado a la tierra.
Durante toda la noche bailaron juntos. Pero cuando el sol despuntó y cantaron los primeros gallos, la princesa había desaparecido.

También en esta ocasión pidió subirle el caldo al rey. El cocinero dudó, pero le enseñó los guisantes y le convenció.
Cuando entró en los aposentos del rey, el príncipe tenía el libro cerrado en su regazo.
-Aquí tiene su caldo, Majestad.
-Gracias, respondió el príncipe. Me lo tomaré ahora mismo. Por favor, espérese.
La princesa esperó. Entonces, cuando hubo acabado, dijo:
-Acercaos.
La princesa temblaba cuando el príncipe le cogió la mano y la rodeó con su gran puño. Al abrirlo, Todas las pieles vio que algo brillaba en su dedo anular. Era el anillo, su último regalo, que ella misma había puesto esa misma noche en el fondo del plato del príncipe.
-No me importa que seas reina o plebeya. Has demostrado que eres la mujer más bella, astuta y buena que conozco.
Así, se abrazaron y se quedaron inmóviles, como encantados, toda la noche, envueltos en la cambiante luz de la lumbre.
Al día siguiente, el ejército de luz cabalgó hasta llegar al castillo de sombras. Al llegar, Edelweiss abrió su caja de madera. Al resplandecer el sol sobre la flor, la moneda y el anillo de oro, tal fue el brillo, que las sombras se disolvieron, y el Príncipe de las Sombras se deshizo en el aire.
Los príncipes rompieron la puerta de la torre y liberaron a los padres de la princesa.
Al mismo día siguiente, se celebró la boda que todos recordamos. 
El reino se llenó de pequeñas flores blancas; parecía estar nevado. Los banquetes y la música duraron siete días y siete noches seguidos. Todo el mundo quería celebrar la felicidad del Rey Trigo y la reina Edelweiss.
Fueron felices, comieron perdices…

…y tuvieron tres hijos: uno resplandeciente como el sol, otro como la luna y el pequeño como las estrellas. Una noche que la reina entró en el dormitorio, los pequeños habían desaparecido.
Decidieron salir al bosque para conseguir un abrigo de Todas las pieles para su padre.

Pero eso ya es otra historia

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