Había una vez un rey y una reina del reino de
los prados, de la hierba y de los tréboles.
El rey se llamaba Escarabajo y tenía el pelo
negro con reflejos verdes, como el escarabajo cuando luce su cuerpo bajo el
sol. Se pasaba las horas leyendo y guardaba en una de sus cámaras secretas una
colección de miles de perfumes, jabones y ungüentos, pues era muy presumido.
La reina Río organizaba el castillo y hacía las
funciones del estado. Cabalgaba mejor que las Amazonas y, al menos para el rey,
las superaba holgadamente en belleza. Su larga trenza dorada hacía las veces de
enigmático objeto hipnótico y de látigo.
Los reyes pasaban las tardes paseando juntos
bordeando la muralla del castillo- El rey recogía flores y le decía a su amada:
¡Oh mi reina, cuándo nuestro deseo de tener un
hijo se hará realidad!
Tres veces tuvieron que ver los almendros
florecer, hasta que la reina quedó embarazada y un día por fin dio a luz a una
bebé.
Pero el nacimiento no fue fácil.
Desgraciadamente, los médicos no pudieron ayudar a la reina. Sólo podía vivir
una de las dos, y la reina no dudó ni por un instante.
Justo antes de morir, la reina agarró la mano
del rey Escarabajo y dijo:
-Amado mío. Siempre os llevaré conmigo. He de
pedirte que le pongas de nombre a la niña Edelweiss, pues nuestro bebé ha
florecido como la primera flor de la montaña que se abre paso entre la quietud
y la blanca muerte del invierno.
Ahora ve a casa y saca de debajo de la cama
una pequeña caja de madera, donde encontrarás tres regalos de mi parte para
ella:
Una flor, como su nombre
Una moneda de la buena suerte
Un anillo para que encuentre el amor
Todos de un oro tan reluciente como el rostro
de nuestra hija.
Una cosa más. Es mi última voluntad que
busques una nueva esposa, pero deberá ser más bella que yo.
Y así, la reina se desvaneció en el aire como
los remolinos de viento frio en el fulguroso aire de de primavera.
El rey, aunque ilusionado por el nacimiento de
su hija, no podía liberarse de la tristeza. Y al final, lo cuento bajito, casi
como en un susurro… enloqueció.
Durante el día daba vueltas y vueltas
alrededor del castillo y regalaba flores a alguien invisible.
De noche se encerraba en su habitación y
lloraba. A la mañana siguiente, llamaba traer regalos de todo el mundo para su
hija.
Cumpliendo la promesa de la reina, buscó
esposa hasta en el fin del mundo. Pero nunca encontraba a una que superara en
belleza al de su difunta amada.
Un día, mientras oteaba de manera soñadora el
horizonte desde la torre del castillo, vio a una mujer con una larga capa de
terciopelo que atizaba el viento. Mientras miraba a la mujer, que cabalgaba
dejando nubes de polvo a su paso que no dejaban ver su rostro, el rey decidió
que se casaría con ella.
Sentado en una almena, se giró hacia un lado,
y aunque sentado a su lado no había nadie, ofreció una flor al aire y dijo:
-Voy a cumplir tu promesa.
Al entrar cabalgando en palacio, el rey estaba
esperando, y no pudo sorprenderse más cuando vio que se había prometido casarse
con su propia hija.
Al encontrarse, la princesa preguntó
extrañada:
-Qué os sucede, padre? Parece que hayáis visto
un fantasma
El semblante del padre, en efecto, era muy
serio.
-Hija, te has hecho mayor y eres ya más bella
que tu madre. Cuando cumplas dieciocho años, habremos de casarnos. Así lo ha
querido el destino.
La princesa se estremecíó, la princesa estaba
triste.
¿Qué le pasa a la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa.
Pues ha perdido la risa, ha perdido el color
(se puede continuar aquí mientras se cuenta la historia recitando algunos versos más de Rubén darío, para meter poesía en un contexto y para hacer las veces de entremés)
Pues ha perdido la risa, ha perdido el color
(se puede continuar aquí mientras se cuenta la historia recitando algunos versos más de Rubén darío, para meter poesía en un contexto y para hacer las veces de entremés)
La princesa siguió creciendo y el día de la
boda se acercaba. Para retrasarlo, fue a hablar con su padre y le pidió que
como regalo de boda quería un vestido tan reluciente como el sol, tan plateado
como la luna y tan brillante como las estrellas.
Al cabo de unos meses, la princesa recibió sus
vestidos.
Los preparativos de la boda se reanudaron.
Entonces la princesa pidió que quería un abrigo hecho de todas las pieles de
animales como especies había en el planeta.
Un año entero tardó la princesa en recibir
este regalo, y casi se había acostumbrado a no estar casada. Pero finalmente el
rey le dijo que la boda no podía posponerse más.
Esa misma noche, la princesa hizo un hatillo y
guardó los regalos de su madre y sus vestidos. Se puso el abrigo de todas las
pieles
y huyó.
El rey mandó a su guardia por todos los
reinos.
Pero la princesa se ocultó en el bosque, y los
árboles, los frutos y los animales fueron su cobijo.
Un día que la dormía en su mullido lecho de
musgo, escuchó las voces de unos soldados. Se ocultó en un pequeño agujero,
pero los hombres mandaron a los perros y allí no tenía escapatoria. Cuando la
apresaron, la princesa vio que iban vestidos de otra manera y que desde luego
no eran soldados de su padre. Llevaban largas capas doradas y coronas de trigo trenzado en la frente.
Así que vio una oportunidad para volver a vivir
entre personas, y comenzó a maullar, a ladrar, a aullar… mientras rogaba por su
vida. Con su piel sucia y su abrigo de pieles los hombres la tomaron por un
animal, pero como no sabían exactamente cual era, le llamaron Todas las pieles.
Le llevaron a su castillo y le dejaron con el
cocinero, que desde hacía tiempo necesitaba un ayudante.
Entonces apareció el Rey Trigo. Parecía caminar con
una montaña de ideas y buenos pensamientos a su espalda, que llevaba de una
manera liviana y elegante.
La princesa se quedó deslumbrada, y el príncipe
notó un temblor de estrella en su mirada.
Mandó entonces que la lavaran y la asearan.
El tiempo pasó. El príncipe estaba ocupado con
las responsabilidades del reino y la princesa aprendía a cocinar los platos más
deliciosos acompañados por el mejor pan del mundo.
Pero los consejeros del rey le presionaban con
que tenía que buscar esposa, así que organizaron un baile para invitar a todas
las damas del reino.
En la noche del baile, el príncipe se aburría.
Todas las princesas iban de rosa y hablaban de cosas insignificantes. (recuerdo a Irene Labajo: Ser princesa no es un cuento)
La princesa pidió al cocinero si podía ir a recolectar los guisantes del
huerto, pues era luna llena. Como era trabajadora, el chef le tenía en alta
estima, así que le dejó. Ella así lo hizo, y bajo la luna en
cuarto creciente, se puso el vestido dorado. Al entrar en el salón de baile,
pareció más bella que todos los tesoros del mundo que sumergidos, centellean en el fondo del mar.
Enseguida el príncipe sacó a bailar a Todas las pieles, y no
pararon en toda la noche.
El baile acabó y todos se retiraron. El príncipe
quiso despedirse de la princesa, pero había desaparecido.
Estaba quitándose el
vestido, revolviéndose el pelo y tiznándose la cara con hollín del horno de
leña.
Era costumbre que antes de dormir el rey
tomara un caldo caliente que el mismo cocinero le subía a la habitación. Pero
la princesa le enseñó los guisantes y le convenció para subirlo ella.
Cuando entró en los aposentos del rey, este
leía al lado de la chimenea.
-Aquí tiene su caldo, Majestad.
-Hmmm, respondió el príncipe.
Así que Todas las pieles dejó el bol encima de
un pequeño velador y se marchó.
Al tomarse el caldo, el rey notó algo extraño
en el fondo. Brillaba y tintineaba en el plato. Al sacarlo, vio que era una
moneda de oro.
Se quedó pensativo.
-Una noche mágica, pensó.
A la semana siguiente, el príncipe decretó
otro baile, puesto que era la única manera de encontrarse con la misteriosa mujer
con la que había bailado.
En la noche del segundo baile, la princesa
pidió permiso para pelar los guisantes. Se dio mucha prisa y se puso, bajo la media
luna, el vestido de plata y, al entrar en el salón de baile, todos los
invitados se bañaron en la luz de la luna.
Durante toda la noche bailaron juntos. Pero
cuando el sol despuntó y cantaron los primeros gallos, la princesa había
desaparecido.
También en esta ocasión pidió subirle el caldo
al rey. El cocinero dudó, pero le enseñó los guisantes y le convenció.
Cuando entró en los aposentos del rey, este
leía otra vez al lado de la chimenea.
-Aquí tiene su caldo, Majestad.
-Hmmm, respondió el príncipe.
Así que Todas las pieles dejó el bol encima
del pequeño velador y se marchó.
Al tomarse el caldo, el rey notó algo extraño
en el fondo. Parecía crecer resplandeciente del plato. Al sacarlo, vio que era
una pequeña flor de oro.
Se quedó pensativo.
-Otra noche mágica, pensó.
El príncipe decidió convocar el último baile
dispuesto a que esta vez no se le escaparía la misteriosa mujer.
En la noche del tercer baile, la princesa
pidió permiso para hervir los guisantes. Bajo la luna llena, se puso el vestido
tan reluciente como las estrellas, y, al entrar en el salón de baile, pareció
que una parte del cielo estrellado había bajado a la tierra.
Durante toda la noche bailaron juntos. Pero
cuando el sol despuntó y cantaron los primeros gallos, la princesa había
desaparecido.
También en esta ocasión pidió subirle el caldo
al rey. El cocinero dudó, pero le enseñó los guisantes y le convenció.
Cuando entró en los aposentos del rey, el
príncipe tenía el libro cerrado en su regazo.
-Aquí tiene su caldo, Majestad.
-Gracias, respondió el príncipe. Me lo tomaré
ahora mismo. Por favor, espérese.
La princesa esperó. Entonces, cuando hubo
acabado, dijo:
-Acercaos.
La princesa temblaba cuando el príncipe le
cogió la mano y la rodeó con su gran puño. Al abrirlo, Todas las pieles vio que
algo brillaba en su dedo anular. Era el anillo, su último regalo, que ella
misma había puesto esa misma noche en el fondo del plato del príncipe.
-No me importa que seas reina o plebeya. Has
demostrado que eres la mujer más bella, astuta y buena que conozco.
Así, se abrazaron y se quedaron inmóviles, como
encantados, toda la noche, envueltos en la cambiante luz de la lumbre.
Al mismo día siguiente, se celebró la boda que todos recordamos.
El
reino se llenó de pequeñas flores blancas; parecía estar nevado. Los banquetes
y la música duraron siete días y siete noches seguidos. Todo el mundo quería
celebrar la felicidad del Rey Trigo y la reina Edelweiss.
Fueron felices, comieron perdices…
…y tuvieron tres hijos: uno resplandeciente
como el sol, otro como la luna y el pequeño como las estrellas. Una noche que
la reina entró en el dormitorio, los pequeños habían desaparecido.
Decidieron salir al bosque para conseguir un
abrigo de Todas las pieles para su padre.
Pero eso ya es otra historia
Preciosa adaptación, Liv. Para que la entrada sea perfecta falta la edad para que la has adaptado y la justificación de los cambios en función de esa edad.
ResponderEliminarSolo tengo que hacerte una anotación: es un cuento para contar en un aula y, con la excepción de algunos centros con un modelo educativo más "personal", no es aceptable plantearles a los niños una situación incestuosa. Aunque en la primera o en la segunda narración no se fijen demasiado, es una situación que rompe con los esquemas de pensamiento de nuestra sociedad y además, puede generar protestas de padres. Mira a ver si puedes cambiarlo para que todo sea perfecto.
En la segunda adaptación (etiqueta Actividades de clase), he seguido los sabios consejos de Irune, suprimiendo la relación incestuosa del cuento original, que no es aconsejable para niños de esta edad, y además puede dar lugar a protestas entre los padres. He añadido para la "supresión temporal paterna" necesaria en la historia el elemento de la torre (los padres encerrados en ella hasta que la propia resolución les libera), que me parecía mantenía la función simbólica del primero, por todo aquello que esta representa. El huerto y la recolección a la luz de la luna también lo he añadido, permitiéndome la licencia poética e intentando añadir también elementos de gran simbolización.
EliminarLa historia está adaptada pensando en niños de cinco años.